Mi abuelo nunca estuvo en el terreno intelectual, ni se vistió con prenda de seda ni traje con zapatos de tafilete, pero si estaba acostumbrado a conseguir las cosas, aun siendo dificultosas y sin ninguna facilidad. Lo recuerdo con su imborrable sonrisa acentuada por arrugas profundas aderezadas con pecas, en su cara curtida de surcos como pequeñas Gárgolas de agua, se podía ver en azote incesante de la brisa salada. Cada día con nueva esperanza, soltaba las redes con experimentada y destreza tratando de adelantarse a su hecho habituado esperando su mejor día de pesca – Luego sacaba del agua la maya con el pescado, que trataba de escapar revoloteando entre miles de gotas de agua como pequeños diamantes que descomponían la luz, vistiéndolo todo de cientos de arcos iris. – El día había dado poco ¡Su captura siempre fue la misma! Necesitada en variedad y escasa en número… Nunca le importó, el Mar siempre le había dado el pescado suficiente para hacer su vida. Una de las cosas más hermosas que tubo ¡Su imaginación preciosa!… Que nos trasmitió como sabía herencia, dándonos sensatez, armonía y equilibrio. Recuerdo que una de sus virtudes, siempre comparaba y cotejaba acciones de los demás, para que distinguiéramos las buenas causas y la conciencia en paz. Fue un día único en el que consiguió una pesca muy abundante. Vendió lo de siempre y le sobró una gran cantidad de Sardinas. Sin írsele de la mano y enamorado de la vida que daba la naturaleza; Acostumbrado a la escasez, para él, era impensable desaprovechar aquel pescado que le regalaron las profundas aguas y decidió conservarlo, atesorándolo en sal. Atento y con lo mejor de la paciencia, hora a hora y día a día, observó la curación, la tersura y el sabor de aquel pescado, después se ejercito sin descanso en busca de la mejor calidad, haciendo del salazón de sardina un autentico majar, exquisito y jugoso, en definitiva una conserva sazonada, deliciosa, suculenta y apetitosa.